"Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola."
Mario Vargas Llosa, escritor peruano 1936
EL PRISIONERO Nancy, Nancy: podías haberte ido hace horas como tus demás compañeros, pero te quedaste a revisar meticulosamente los restos que trajo la Universidad de un barco abasí de la primera mitad del siglo XVI d.C., que fue encontrado a más de 1,800 metros de profundidad en el mar Negro. Al principio, todo te parece normal: restos de cerámica y otros utensilios. ¡Ah!, pero hay un ánfora que sobresale de las demás. Con gran reverencia, la tomas, te das cuenta de que es de cobre oxidado y la boca está sellada con plomo. Descubres unas letras, así que las observas con detenimiento. Miras con asombro que son caracteres en arameo. Te sientes extasiada; tu corazón comienza a latir más rápido, porque sabes que el artefacto tiene un valor incalculable. Es probable que sea del año 950 a.C., dices en voz baja; no obstante, sabes que debe ser datada por radiocarbono para estimar la edad del ánfora, antes de afirmar semejante conclusión, por lo que te serenas un poco, pero seamos sinceros: no te puedes resistir a la curiosidad de ver lo que hay dentro de la vasija. Hazlo y que comience la pesadilla. En cuanto lo haces, de su interior surgen varios chorros de humo negro, acompañados de un hedor a inmundicia. Sin dilación, la nube de humo negro se disipa para dejar a la vista un ser con el cuerpo inferior de serpiente, pero torso, brazos y cabeza de hombre, aunque con piel rugosa y escamas, similar a los reptiles. Su rostro casi humano no tiene cabello ni cejas; en lugar de nariz, posee dos hendeduras como orificios nasales. Aquel espectáculo te produjo un miedo súbito e intenso. Te tomas la cabeza con ambas manos tratando de tranquilizarte y de recuperar la compostura, o quizá para impedir que tu mente siga corriendo enloquecida. Obviamente, no puedes creer lo que ven tus ojos. Aceptar la existencia de esa criatura mítica implica que la ciencia no lo abarcaba todo. Poco a poco, aquel ser escamoso comienza a desdoblarse hasta mantener su torso erguido por encima de tu cabeza. En ese momento, la criatura te mira con sus ojos amarillos y sus pupilas similares a las de un gato. Entonces, de la boca de la criatura salen sonidos que parecen un lenguaje ya olvidado, y aunque no lo entiendes, deduces su desprecio hacia ti. Con un rugido se abalanza sobre ti, tan rápido y tan de improvisto que, si no hubiera sido por las enormes mesas de roble que se interponían entre los dos, te hubiera tomado con sus cuatro dedos. Echas a correr todo lo aprisa que puedes, pero no avanzas mucho, ya que nunca has sido una buena deportista, así que te ocultas bajo un escritorio. Tratas de orar, sin embargo, como no eres una creyente, no sabes ninguna plegaria. El monstruo llega a la habitación donde estás escondida, se retuerce sobre su vientre y olfatea tu rastro con su lengua bífida. Finalmente, se da cuenta de donde estás escondida. Con fuerza descomunal, arroja el escritorio como si fuera una bola de papel. Entonces, la bestia te toma entre sus escamosas manos; su rostro esta tan cerca del tuyo que puedes sentir su apestoso aliento. Al principio, solo pronuncia sonidos guturales, pero luego comienza a hablar en un idioma entendible para ti. Te dice que es un efrit, que fue capturado por su insubordinación y que había jurado matar al que lo liberara. No obstante, se siente generoso y te da tres días para decidir cómo morir. Dejas salir un grito de angustia, pero, cuando lo haces, la misteriosa criatura ha desaparecido: el lugar parece intacto, ningún mueble ha sido movido de su lugar. Sé que piensas que tuviste una alucinación, pero a pesar de que el ánfora haya desaparecido hasta de la lista de inventario y nadie asegure haber visto aquel utensilio, fue real, Nancy, así que disfruta el cóctel que te invita el decano, aplica ese examen sorpresa que tienes en mente, porque, hagas lo hagas, mi querida Nancy, el efrit vendrá por ti al final del tercer día. Tenlo por seguro.
AMIGO IMAGINARIO Mi hermanito solía hablar de un amigo imaginario que visitaba su cuarto todas las noches. Era pequeño y peludo, por lo que se refería a él como “Pequeño Hombre” y vivía en el armario. Una noche, mi hermanito me despertó: tenía gruesas lágrimas que corrían por sus mejillas. Con voz temblorosa y entre sollozos, dijo: —“Pequeño Hombre” quiere que te mate por lo que me hiciste, pero yo te quiero y no sería capaz de hacerlo. Sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Mi hermanito murió ahogado hace cinco años y todo porque me distraje.
LA ENFERMERA —¿Cómo sigue el enfermito? —me dijo la linda enfermera. —Mejor, cada vez me duele menos el estómago —respondí admirando su sonrisa. —No se preocupe, siga comiendo esta sopita le ayudará a mejorarse. Y así lo hice. Como iba a saber que en la sopa estaba el veneno.
¿QUIÉN ES? Me despertaron unos golpes enérgicos en la compuerta, Salí alarmado de mi saco de dormir. Después, solo volvió el silencio; el profundo silencio, interrumpido únicamente el jadeo de mi respiración. Pensé que había sido un sueño o una alucinación por estar tanto tiempo solo; sin embargo, cuando los escuché de nuevo, un escalofrío recorrió mi columna vertebral y mi corazón comenzó a latir con fuerza. El problema es que nadie debería estar afuera. Estoy en la Estación Espacial que órbita a la Tierra a una distancia de 400 kilómetros de altura.
BATRACIO MARTÍNEZ Tres cosas hacían feliz a Batracio Martínez: las mujeres, la cerveza y por su puesto una campaña política. Llegaba cada tres años a la casa de campaña de su partido enarbolando la bandera y sonando la matraca, claro, no podía faltar la playera con el rostro del candidato que se deformaba grotescamente cuando se ajustaba a su enorme panza chelera. Ganará o perdiera el partido, a Batracio Martínez siempre le iba bien pues su cartera se llenaba por estampar con serigrafía playeras y banderas, así como también su inmensa barriga rebozaba de carnitas. Pero todo esto cambio, cuando el candidato lo llamó y le dijo: –Te necesito como subdirector en Obras públicas, ¿Qué dices? –¡Sí, sí! –Le dijo en un tono casi orgásmico–. Soy tu hombre. Desde entonces una gran sonrisa de oreja a oreja apareció en el rostro de Batracio Martínez que, a decir de muchos, parecía más la de un maniaco sexual que la de un hombre feliz. No habían pasado tres semanas de aquella propuesta, cuando Batracio Martínez visitó la dependencia de obras públicas. Envalentonado por el resultado de una encuesta, no dudó en amenazar de correr a todos los empleados y hasta se le insinuó sexualmente a una de las secretarias de un buen ver y excesivo maquillaje. Lamentablemente Batracio Martínez murió de ataque al miocardio, cuando supo que su partido no había ganado las elecciones.
EL ÁRBOL José, mi esposo, encontró una casa en renta a un costo excelente. La noticia me alegró mucho, ya que no planeaba vivir con mis suegros por siempre. La construcción era vieja y estaba muy descuidada, ya que por muchos años estuvo deshabitada, pero, por otra parte, el hecho de que estuviera ubicada muy cerca del centro, la hacía muy conveniente, pues había un supermercado a solo tres cuadras de distancia, una farmacia al otro lado de la calle y una cafetería un poco más adelante. Además, el alquiler era muy barato. Por todo eso terminé aceptando. No nos tomó mucho tiempo completar la mudanza por las pocas cosas que teníamos; no así adecuar la nueva casa, ya que tuvimos que pintarla, componer algunos detalles y amueblarla. Lo único que faltaba era arreglar el patio, puesto que las malas yerbas no habían sido podadas en mucho tiempo. Los primeros días transcurrieron con normalidad, con la excepción de Galleta, mi perrita jaspeada. Se quedaba quieta, observando el marco de la puerta que daba al patio, y luego se iba corriendo. Admito que eso era raro en ella, pero no le di mucha importancia en ese momento. José aprovechó el primer fin de semana libre en el trabajo para limpiar el patio. Eran las tres de la tarde cuando me llamó a grandes gritos. El patio ya estaba limpio de malas hierbas; solo había en el centro un árbol que se erguía majestuoso y altivo con sus muchas ramas, que parecían prolongarse bien arriba hasta alcanzar el azul del cielo. —Solo me falta podar el árbol para entré más luz. —Déjalo así. José me dijo que era bueno podar los árboles para que no lo aprovechen los ladrones como escondite o escalera. Cuanto más concentraba mi atención en el árbol, más admiraba su forma y su color, más me gustaba. —No le toques ninguna rama; así déjalo. José suspiró y, resignado, se metió a la casa. Días después, terminamos los arreglos del patio-jardín. El árbol resaltaba; incluso instale unas luces que se cargan con energía solar y por las noches hacían que luciera de maravilla el jardín Tomé por costumbre salir al jardín todas las tardes, donde leía un libro sentada en la hierba y apoyada en el tronco del árbol, o jugaba con Galleta hasta ya entrada la noche. Fue ahí cuando José me advirtió que pasaba muchas horas en el jardín. Yo me reía. —Qué exagerado eres —solo le atiné a decir. Aunque en el fondo, sabía que era verdad. Algo me atraía ciegamente de aquel árbol, no sabía lo que era, pero no había en un día que no me sintiera bien. una calma distinta se apreciaba cuando permanecía bajo sus frondosas ramas. Poco tiempo después, mientras miraba cómo las ramas del árbol se mecían con el viento, empecé a escuchar un murmullo, como si alguien estuviera en la copa y se comunicara con otra persona. Al principio aquello me aterró, pues pensé que alguien se había metido, como dijo José, pero no vi a nadie. Conforme pasaron los días, seguí escuchando ese murmullo; no obstante, ya no me asustaba, sino que me fue fascinando. Era como si el árbol me estuviera hablando. Cuando, durante la cena, le conté a mi marido lo que pensaba, me cuestiono: —Esther, ¿de verdad crees que el árbol te habla? —¿Por qué no? —aseveré mordiéndome la uña del dedo índice—. Es un ser vivo. José suspiró. Extrañaba al simpático soñador sin dinero con quien me había casado, no este hombre serio se la vivía trabajando. —Has faltado mucho al trabajo. Te van a despedir, si no es que ya lo hicieron… —¡José, estás ante el descubrimiento más importante y tú quieres que vaya a ese trabajo donde nadie me quiere! José me miró como si estuviera desencajada de la realidad, y sin decir nada más, siguió comiendo. Cómo lo odié por eso. Esa noche, como siempre, José se durmió tranquilo, pero daba vueltas en la cama y no podía dejar de pensar cómo comunicarme con el árbol. En el momento en que me quedé dormida, empecé a soñar: me vi saliendo al patio y pude notar que en el tronco del árbol se había formado un rostro; en cuanto más me acercaba, mejor percibía los detalles en la corteza. El semblante permanecía mirándome, vigilando cada movimiento que daba. Yo no le tenía miedo; al contrario, empecé por presentarme, a decirle de dónde era, cosas así. No recuerdo bien todo lo que le expresé hasta que el árbol consiguió al fin articular palabra: — Sangre, necesito sangre para vivir. En ese momento desperté bruscamente, aunque no estaba asustada. Me quedé pensando en el significado del sueño por un largo, rato hasta que me volví a dormir a altas horas de la madrugada. A la mañana siguiente, luego de estar maquinando lo que tenía que hacer, decidí sacrificar a Galleta. No fue difícil: la atraje con juegos y, cuando ya estaba cansada, la apuñalé una docena de veces. Había una gran cantidad de sangre. Sospecho que, en mi entusiasmo por causar más daño, corté mi propio brazo. Me sentí mal porque me demoré mucho en matarla, así que dejé que el cuerpo se desangrara y fui a lavarme. Cuando regresé, enterré sus restos junto a una raíz. Durante la cena, José preguntó por Galleta, así que le mentí. Le dije que un perro pitbull salió de la nada y la había matado. José me miró con la boca abierta, luego se levantó molesto. Quería que arrestaran al dueño o algo así; le insistí en que se calmara, que solo hacía el ridículo, que el perro era de la calle y luego de matarla desapareció. A José se le escaparon unas lágrimas. Creo que en ese momento sentí celos. Nunca he sido celosa, pero en ese momento sentí algo parecido por la forma en que le lloraba. Los siguientes días trascurrieron lo más normales que se podía, tanto que comencé a preocuparme, no sabía si el árbol le había gustado la sangre del Galleta y lo habría ofendido. Entonces, volví a soñar con el árbol, que me pedía más sangre. Nunca lo dudé. Ya sabía a quién debía sacrificar: a mi inútil marido. Me costó mucho planearlo, pero cuando ya lo tenía listo lo llevé a cabo sin dificultad. Junto al árbol, lo atraje hacia mí con mimos y besos. Me abrazó con tanto deseo que parecía que nunca hubiéramos estado juntos. Me recosté y me dejé hacer lo que quisiera conmigo. Cuando se relajó, tomé el puñal que tenía escondido entre mis ropas, me senté sobre él y comencé a apuñalarlo. Él se movía, intentaba defenderse, pero perdía tanta sangre que ya no tenía fuerza. Después me fui por una pala para enterrarlo y completar el sacrificio. Si no hubiera sido por los vecinos chismosos que se quejaron del mal olor nunca lo hubieran hallado, pero valió la pena. Mire qué bonitas flores está dando el árbol.
LA BRUJA Brayan, Alex y yo programamos un viaje juntos a La Huasteca potosina que duraría cinco días: uno, para llegar; tres, para acampar, y uno, para regresar; así que nos equipamos con brújula, comida, machete y mucha agua. Salimos muy temprano y llegamos ocho horas después al cerro de San Pedro, pero, por la falta de señalamientos y una mala recepción del GPS, nos equivocamos de camino. En vez de alcanzar nuestro destino, llegamos a un pueblito en medio de la nada, bastante internado en la sierra, en una zona agreste y alejada de toda comodidad citadina, sin cobertura para el celular y mucho menos internet. Como teníamos mucha hambre, entramos al único comedor que había. Todos los presentes se nos quedaron mirando; aunque nos sentíamos incómodos, tratamos de no darle importancia. Al cabo de media hora, se acercó un mendigo y nos preguntó si sabíamos sobre la leyenda de “la bruja y sus perros”. Le dijimos que no, así que nos pidió un refresco a cambio de contárnosla, así que lo compramos comenzó a narrarla. Las palabras fluían tartamudas, pero con una convicción que me fue difícil ignorar, a pesar de mi escepticismo. Según el tipo, sucedió en tiempos de la Colonia. Llegó a este sitio una mujer de incomparable belleza que siempre acompañaban dos perros inmensos. Con el paso de los meses, comenzaron los rumores. En su finca —que actualmente está en medio de la selva—, durante la noche, se oficiaban extraños ritos, por lo que los vecinos alarmados le dijeron al cura y este convocó a los hombres del pueblo para incendiar la casa con ella adentro. A pesar del horrible crimen, el hombre aseguró que ciertas noches se ha visto a la mujer y a sus perros merodear cerca del pueblo. Desde entonces, las ruinas de la finca está maldita, ya que los que se atreven a entrar no regresan. El hombre terminó su refresco y se retiró. Hubo un momento de silencio entre nosotros, hasta que Brayan habló: —Es una historia increíble. Deberíamos investigar esa finca. —No lo sé —dije—. No creo en lo paranormal, pero si los lugareños no van es por algo. —Viejo, créeme: la aventura nos llama —me respondió—. Además, me la debes después de perdernos, ¿no crees? No estaba convencido; acepté de mala gana. Volvimos al carro y nos colgamos las mochilas para internarnos en la selva. Seguimos lo que parecía un sendero angosto. Nuestros pies apenas hacían ruido sobre el suelo de la selva acolchonada por años de hojas en descomposición. Bajo el follaje, las plantas menores, como nopales y coyotillos, llenaban los espacios. Después de ascender por un largo tramo, el camino se terminó y tuvimos que abrirnos paso con los machetes. A cada paso evitamos lianas, espinas y grandes árboles que, con sus anchas bases, semejaban patas de elefante dominando casi toda el área. Brayan ponía unos listones fosforescentes en ellos para reconocer el camino de regreso. Más adelante, vimos una especie de claro y allí estaba: la finca de la leyenda, parcialmente destruida, rodeada de una muralla perimetral, como en las edificaciones coloniales, y muros oscurecidos por las hojas y árboles podridos. Exploramos las ruinas durante el resto de la tarde, sin hallar nada interesante. Lo que más me llamó la atención fue la calma del lugar, la cual era a la vez tan inquietante que ponía los pelos de punta. No se escuchaban ruidos de pájaros ni de ninguna otra cosa. El sol ya se estaba ocultando, así que decidimos montar la casa de campaña. Armamos todo y fuimos por leña para la fogata. Nos acomodamos a su alrededor de una flama amarillenta. Las estrellas apenas se asomaban en el horizonte. Mientras preparábamos la cena, Alex nos hacía reír con sus chistes y tonterías. Finalmente, decidimos dormir. Dos horas después me desperté sobresaltado, jadeante, con la garganta reseca. Me senté, me agarré la cabeza con ambas manos, conmocionado por mi pesadilla, donde una mujer se colocó encima de mí, tapándome mi boca hasta casi asfixiándome. “Tú serás mi próximo perro”, me dijo; después soltó una horrible carcajada. Miré a mi alrededor y vi a Brayan y Alex bien dormidos. Suspiré y traté de cerrar los ojos, pero ya no podía dormir. No conseguía hacer desaparecer la imagen siniestra de aquella mujer, si bien era de facciones hermosas y de sedosa cabellera negra, pero sus ojos oscuros estaban sin vida y su boca un tanto grande dejaba ver sus dientes cuando sonreía. Al levantarnos esa mañana, Brayan nos ordenó que saliéramos de inmediato. Me puse las botas presuroso. Vi varias huellas de perro alrededor a la casa de campaña, como si hubieran estado observándonos. Eso no era normal. Caminábamos tan rápido como podíamos, guiándonos por los listones verdes amarrados en los troncos. Conforme más nos adentrábamos en la selva, podía sentir que nos acechaban. Cualquier cosa podría esconderse entre los matorrales sin ningún problema: era una sensación muy rara. Sin duda, algo pasaba, pero Brayan dijo que era mi paranoia. Habíamos recorrido un kilómetro y medio cuando finalmente reaccionamos. Estábamos dando vueltas en círculo. Alguien había cambiado los listones. Buscamos por horas el camino, pero fue inútil. Estábamos perdidos. Nos tumbamos a descansar un poco. No había pasado mucho tiempo cuando oímos un ruido detrás de nosotros. Al girar, nos quedamos boquiabiertos ante el animal que estaba detrás de nosotros. Era similar a un perro, pero de tamaño descomunal, como el de un burro. La bestia mostraba los dientes y gruñía amenazante. El pánico era tal que empezamos a correr a todo lo que nos daban nuestras temblorosas piernas, esquivando los árboles. Di un vistazo atrás con la esperanza que esa cosa hubiera desaparecido, pero me percaté de que Alex estaba perdiendo la carrera, hasta que la bestia lo tomó del cuello y le mordió la yugular. No recuerdo cuánto corrimos, solo sé que cuando llegó la noche ninguno de los dos quiso hacer fuego. Nos comíamos las provisiones en silencio; no sé si por evitar el dolor o por culpa. Ya no quería pensar en lo que nos estaba pasando, por lo que traté de pensar en otra cosa y dormir. Me levanté al salir el alba y Brayan se había ido, me había abandonado a mi suerte. Al principio, pensé que era una broma de mal gusto, que quería fastidiarme, lo cual era cruel después de la muerte de Alex. Luego comprendí que se había ido llevándose consigo la mayoría de las provisiones; supongo que esperaba que yo fungiera como la carnada para que él pudiera salir de la selva. No me quedó más que maldecir al que hace unas horas era mi mejor amigo. Seguí descendiendo a través de la selva húmeda, siempre en dirección sur, hasta que encontré una cueva. Decidí permanecer en aquel lugar hasta recuperar energía, a pesar de que el olor a humedad era insoportable. Enseguida escuché unos gruñidos. Cerré los ojos en espera de que la bestia no me hubiera seguido. Pronto pude divisar no solo a uno sino a cinco perros de tamaño enorme y de pelaje profundamente negro. Aterrado, quería huir, pero mi cuerpo no respondía. Entonces reparé en que ninguna de las bestias se había abalanzado a destrozarme la garganta. Por alguna razón no atravesaban la entrada. ¿Qué los detenía? Luego, pude ver una bestia de piernas largas y pelaje de un intenso blanco; entró a la cueva y se me acercó; sentí que el corazón se le volcaba. Entonces, la criatura se detuvo e hizo una mueca de dolor. El hocico se le acortaba, el pelo se le caía y adoptó la forma de una mujer desnuda. La miré durante unos instantes. Era la mujer de mi sueño, la bruja de los perros. Tenía los brazos estirados cuando otros dos perros se acercaron y cada uno le escupió en las palmas. Se me acercó, levantó las cejas y sonrío como pidiéndome que me untara aquel extraño ungüento. Me despojé de la ropa y dejé que ella frotara sus manos por todo mi cuerpo. Después de un rato, la transformación me asaltó con toda su rapidez y brutalidad. El palpitar de mi corazón golpeó mi pecho con gran fuerza, como si tratara de salir de mi organismo. Los huesos me comenzaron a arder y a quemar la carne. Me contraía por el dolor, me desplomé sobre mis de rodillas y comencé a retorcerme en el suelo como un pez fuera del agua. Mi cuerpo no resistió y explotó por dentro. Mis extremidades se expandieron. Mis huesos se desarmaron y volvieron a armar. Un grueso pelambre inundó cada parte de mi piel, mi garganta se hinchó, mis dientes se deformaron y se alargaron; y las palabras ya no salían de mi boca sino un aullido. Me había convertido en un enorme cánido: desapareció de mí todo rastro de ser humano. Entonces advertí que mis sentidos se habían desarrollado y afinado: mi visión era mucho más aguda, hasta el punto de poder ver en la oscuridad. Enseguida, escuché un aullido lleno de dolor y agonía a mi espalda. Con el rabillo del ojo pude ver la trasformación de ella. En aquel momento, sentí un deseo ingobernable de sangre y carne, así que olfateé y advertí un olor conocido. Volví a aspirar. Mis pulmones se llenaron de aquel aroma. He captado el aroma de Brayan, que aún no ha salido de la selva. Empecé a rastrearlo. Nunca había sentido nada parecido, pero me gustó. Su olor era fascinante, delicioso, afrodisíaco; era difícil resistirme; mi estómago gruñía y lo apetecía; mi razonamiento estaba distorsionado; el instinto me gobernaba; era un deseo primario: tenía hambre.
“La muerte con su guadaña me está esperando, parece que más valiera irme acostumbrando, la muerte de pelo largo y de labios rojos, la muerte me está llamando guiñando un ojo”.
Los deseos de la muerte/Bola suriana.
Me encontré con la camioneta de Abraham estacionada fuera de mi apartamento. No éramos buenos amigos. No después de que me metió en una serie de chismes con la jefa, que por poco hace que me despidan del trabajo. Coloqué mi auto junto al de él y caminé hasta el portal del edificio, para luego subir por las escaleras hasta mi apartamento. Allí estaba sentado en el suelo y recargado en la puerta. Vestía una camisa roja de cuadros y llevaba las mangas dobladas. Noté que tenía mal aspecto: su ropa estaba arrugada, como si se hubiera acostado con ella puesta. Parecía fatigado y poseía enormes ojeras violetas que rodeaba sus ojos. Nunca lo había visto así. Apenas me acerqué, él volteó a mirarme y se esforzó por sonreír. —¿Qué quieres, Abraham? –pregunté con brusquedad. —Sólo quiero hablar con un viejo amigo. Permanecí delante de él, inmóvil. No le contesté. —Puedo notar que aún me odias –Abraham arrugó el rostro–. ¿Qué quieres?, ¿qué te pida perdón? Pues, perdóname. No fue nada personal: solo fueron negocios. —No esperes demasiado, viejo amigo. Pensaba echarlo de mi entrada y meterme al departamento; sin embargo, me di cuenta de que los vecinos nos observaban con atención y comenzaban a susurrar entre ellos. Busqué en mis bolsillos, saqué las llaves y abrí la puerta. —Entra. Abraham se incorporó, pasó al interior de la morada y lo conduje al despacho, donde se sentó con los puños apretados contra las rodillas. Yo me senté en el borde de mi escritorio y me crucé de brazos. Lo miré directamente a los ojos, esperando a que él hablará. Permaneció así durante un rato, así que tomé la palabra: —Bien, Abraham ¿Qué sucede? ―La niña –gruñó–. En las fotos. ―¿Cuáles fotos? –exclamé. Extrajo un sobre amarillo del bolsillo de su camisa y me lo puso en la mano. Observé con curiosidad el contenido del sobre: eran unas fotos. Mis ojos se clavaron en la primera imagen. Mostraba un cuerpo ensangrentado a la mitad de la calle. Miré la siguiente imagen. Revelaba una imagen aún peor que la primera; y así todas, casi una docena. Había visto algunas de esas fotos en el periódico impreso, pero la mayoría eran desconocidas. Así que le pregunté: ―¿Por qué me muestras esto, Abraham? Las fotos son de buena calidad ¿Acaso buscas un elogio, por tu excelente trabajo? —¡¿En serio, no la ves?! –suspiró–. Hay una niña que aparece en todas. Volví a observar todas las fotos. Busqué entre los curiosos, entre la gente que aparecía en las esquinas de la imagen hasta que descubrí que en cada una aprecia una jovencita, casi una niña, como de unos quince o dieciséis años de edad. De pelo largo y negro; de piel pálida, sus ojos profundos y oscuros. Vestía, en cada una de las fotos, prendas negras. —Bien, encontraste a una morbosa adolescente, ¿y? –comenté–. Hoy en día hay mucha gente que tiene esta tétrica fascinación, pero eso no tiene nada de malo. — ¡¿No ves?! –expresó visiblemente alterado–. ¡Ella no está viva! Admito que me sentí verdaderamente aturdido por sus palabras, pero no podía dejar de ser una persona racional. —Abraham, si esto es una broma planeada por los de la oficina yo… —¡Ella me ha hablado! ¡Solo me quedan días de vida! ―Deberías tomarte unas vacaciones. Las necesitas urgentemente. Me dio las gracias bruscamente y se apresuró a marcharse. Transcurrieron varios días, durante los cuales retomé mis actividades habituales sin pensar mucho en las fotos de Abraham. Mi móvil sonó mostrando el rostro de una de mis fuentes: el comandante del turno de la policía. ―Buenas noches, señor Medina; o mejor dicho: buenos días; ya que casi son las tres y media de la mañana –dijo la voz del otro lado de la linea–. Un grupo de hombres armados dispararon a la víctima mientras cenaba en un puesto de tacos en Ventura Puente. ―Gracias por la información, “coman”, voy para allá. Llegué a la dirección que me había dado. El lugar estaba atiborrado de policías y agentes judiciales. La víctima estaba cubierta por un manto ensangrentado. Parecía un ajuste de cuentas. Según testigos, unos hombres armados se bajaron de una camioneta pick up y sorprendieron al occiso. Me mantuve detrás del cordón policial como los otros fotoperiodistas que iban llegando. Extraje la cámara del bolso y empecé a hacer fotos. Cuando uno de los peritos del MP levantó el manto, exponiendo aquel rostro sin expresión, alcé la cámara e hice unas cuantas fotos más. Aunque algo llamó mi atención por el visor de la cámara, vi a la jovencita que aparecía en las fotos de Abraham. Permanecía a un metro del cuerpo sin vida. No pude evitar sonreír de orgullo al sentir que tenía razón, que la chica sólo era una especie de morbosa. Así que guardé la cámara y caminé de regreso al auto despidiéndome de los otros fotoperiodistas. La segunda vez que me la encontré fue por la tarde del día siguiente. En un tiroteo. Eran la siete de la noche cuando unos militares capturaron a uno de los cabecillas más importantes de un grupo criminal. En respuesta la gente del cartel realizó acciones violentas contra la ciudadanía en diversos puntos de la ciudad, generando una situación de pánico en la capital michoacana. Me encontraba en medio de la calle Héroes de Nacozari, cuando una Humvee del ejército nos impidió el paso a varios automóviles que circulaban por la avenida. Por lo que detuve el coche y bajé de él, armado solamente con mi cámara de fotos para entrar a la tierra de nadie. Los cuernos de chivo desprendían chispas y pedazos de asfalto. Los soldados alzaban sus ametralladoras sin aflojar el dedo del gatillo. En fuego cruzado se encontraban un par de niños que lloraban agazapados tras un vehículo. Una madre fuera de sí se arriesgaba para estar con ellos. “Es como estar en las calles de Iblid”, pensé. “Sin embargo, estoy en México”. Alcé la cámara y disparé varias veces. Aun cuando el infierno de balas estaba desatado, trataba de no perder ningún detalle para que el lector viera a través de la fotografía el horror diario que sufre nuestro país. Fue entonces cuando advertí a la menor otra vez, pero esta ocasión iba caminando por la mitad de la calle. Lo primero que noté es que avanzaba lentamente mirando a todos con ojos vacíos e invidentes. Me encontraba a dos metros de ella, detrás de un auto. Mi primer instinto fue ir por ella y resguardarla del peligro, pero muchas cosas no encajaban. Su cabello y su ropa no se movían con el viento; y cuando me devolvió la mirada sentí desesperanza y miedo. Apenas le iba a gritar que se cubriera, cuando percibí el zumbido de una bala que impactó demasiado cerca de mí, lo que hizo que me tirara al suelo. De pronto vi venir una camioneta muy rápido directo hacia ella. Le grité. Mis ojos la vieron. Cómo quedaba debajo del vehículo. Cuando la camioneta se fue, la busqué, pero ya no estaba. Ni siquiera había sangre en el pavimento. De hecho, no había ninguna evidencia de que alguien hubiera sido atropellado. Mas tarde volví a mi departamento. No podía dormirme; permanecía dando vueltas en la cama intentando encontrar alguna explicación a lo sucedido. Así que, para no seguir pensando en la niña, me fui a descargar las fotos en la computadora. Al cabo de unos veinte minutos empecé a seleccionar las que le entregaría al periódico. Las primeras imágenes eran de civiles corriendo asustados, las siguientes fueron de soldados cubriéndose detrás de un carro brindado. Al seguir avanzando, salieron imágenes donde se mostraba los carros incendiados por los delincuentes. Cuando llegué a la última fotografía, donde un grupo de paramédicos están subiendo a un soldado herido a una ambulancia, observé un rostro conocido: era el de la niña, mirando directamente a la cámara. Un vértigo frío se apoderó de mí. Se supone que para ese entonces ella ya había sido arrollada y era imposible que estuviera ahí como si nada. Sin perder tiempo, busqué en un archivo donde guardaba las fotos que tomé en Medio Oriente, donde fui corresponsal de guerra, y contemplé detenidamente las imágenes. En cada fotografía su semblante aparecía entre la masa de curiosos. Un sudor helado recorrió toda mi espalda, mi respiración y mi corazón se aceleraban. Podía jurar que antes no estaba en ellas. En ese momento sonó mi móvil. Era Silvia, mi jefa, que llamaba para informarme del suicidio de Abraham. Dos días después, se le dio el adiós a Abraham en una ceremonia muy conmovedora. Al cubrir el féretro de tierra, los asistentes empezaron a salir del cementerio. Minutos después, cerca del portón del cementerio, sentí que alguien me observaba. Me volteé hacia el origen de esa sensación. Era ella: la niña, caminaba entre los monumentos y criptas. Sin dudarlo, la seguí por los senderos de panteón. Caminaba en línea recta en dirección a la parte de atrás del camposanto. Entonces giró a la derecha y la perdí de vista, así que me apresuré a alcanzarla. La hallé sentada en una losa. De espaldas a mí. Cuando me le acerqué sentí inquietud y ansiedad. Debí haberles hecho caso y salir corriendo, pero seguí un maldito impulso que no pude ignorar. Curioso, le pregunté: ―¿Quién eres? El rostro de ella no mostró ninguna expresión. Al no tener respuesta. Insistí. ―¿Ésta es tu tumba? Entonces ella se volvió hacia mí y me señaló con un tono amargo: ―He vivido durante siglos. Soy la semilla que destruye toda vida –gritó con voz estridente. Con estas palabras, el ángel de la muerte se esfumó en el aire, mientras yo me desplomaba en el empedrado. Cuando abrí los ojos me encontraba dentro de una ambulancia. Me habían sacado del cementerio. Me encontraba sangrando de la boca, la nariz y los oídos. Un paramédico trataba de controlarme. Aquello me dejó aturdido durante el resto del día, pero poco a poco recuperé algo de energía y logré que me dieran de alta esa misma tarde. Continúe con mis jornadas laborales como si no hubiera pasado nada, aunque por dentro seguía enajenado por la curiosidad. Fue entonces cuando Silvia me envió a la Ciudad de México, para que tomará fotos de la multitud que se manifestaba en contra de las políticas del gobierno, pues por esos días se había programado una mega marcha a favor de la paz. El viaje a la capital fue sin contratiempos. Después de completar mi trabajo, aproveché que aún tenía tiempo para viajar al interior del barrio bravo, el peligroso Tepito. Era el 31 de octubre, el día que celebran a la Santa Muerte. En la calle Alfarería se encontraba un altar callejero donde se agruparon cientos de personas para adorarla. La estatua estaba de pie; no tenía ningún rastro de carne; todo era hueso, y vestía un atuendo blanco como el de una novia. Cargaba centenares de collares, anillos y pulseras de oro que le habían regalado sus fieles en agradecimiento por los favores concedidos. La gente le rezaba un rosario con la misma devoción que le rezaría a cualquier santo. Algunos adoradores le dejaban uno pesos; otros, cigarros encendidos, copitas de tequila o un porro de mariguana. El ambiente era de fiesta, pues entorno a la capilla se agrupaban vendedores de antojitos, veladoras, puros o discos piratas, mientras un grupo de mariachis le cantaba “Las mañanitas”. Con el ánimo confiado compré un habano y me acerqué a la imagen. Lo prendí y dejé escapar el humo que se topó con la vitrina que la resguardaba mientras le murmuraba a la imagen descarnada: “Niña blanca, ¿por qué te me apareces?” A la mañana siguiente abandoné la Ciudad de México para regresar a mi tierra. Cuando llegué a mi departamento, saqué las llaves del bolsillo e intenté abrir la puerta. Entonces sentí una fría mano recorriendo mi espalda. La vi por el rabillo de un ojo. Estaba parada en el pasillo mirándome con una sonrisa triste. Cuando me di la vuelta ya se había ido, pero vi con horror a un comando armado con fusiles de asalto: venían corriendo hacia mí. El primero me disparó. Sentí las balas cuando entraron en mi cuerpo, en mi pecho, en mi vientre. Las fuerzas me abandonaron y caí primero de rodillas; luego, de espaldas, en el suelo. Entonces, la niña se acercó a mi cuerpo casi sin vida y me beso en la frente, para luego desvanecerse en el aire mientras escuchaba un ulular de sirenas que se acercaba.
LA SIRENA DE MI ABUELO El viaje pareció tener un efecto milagroso en mi abuelo. En cuanto nos subimos a la camioneta y tomamos la carretera, el abuelo no pudo disimular la alegría que le causaba volver a encontrarse con su vieja pasión, su vieja vida. Mientras manejo, no deja de contarme historias de su infancia y de lo mucho que le hacía falta volver a los lugares donde pescó en el mar de Cortés. Vivo con mi familia en el estado de Chihuahua, pero mis abuelos paternos son originarios de un pueblito costero muy pobre del estado de Sonora. Abandonaron sus raíces para darle una mejor vida a sus hijos. Desde entonces, mi abuelo no ha vuelto al mar y, según me han contado mis tíos, se hizo más solitario, como si su mente siempre estuviera en otra parte y no fuera consciente de lo que vivían en ese momento. Pasaba menos tiempo en familia y más en el trabajo; incluso, mi abuela llegó a pensar que tenía otra familia o estaba enamorado de otra mujer. Sin embargo, no fue así conmigo, porque cuando era niño solían llevarme mucho a la casa de los abuelos, ya que mis padres trabajaban tanto que apenas los miraba en el día. Mi abuelo me enseñó muchas cosas y nunca faltaron las historias de cuando fue pescador. Por eso mi abuelo y yo fuimos muy unidos. Al llegar al muelle, el sol se afianza en un cielo sin nubes, iluminando el mar azul. La brisa marina nos salpica la cara y nos refresca un poco. Le muestro al abuelo el pequeño yate que alquilé que está junto una flota alineada de pequeños barcos pesqueros amarrados. No puedo dejar de ver su enorme sonrisa. Eso me da un gusto enorme, pues he cumplido mi promesa. Recuerdo esa tarde: regresaba de un partido de futbol. Como la abuela estaba haciendo de comer, salí al patio de la casa para saludar al abuelo. Lo encontré leyendo un libro, ya gastado, sobre sirenas. — Ay, abuelo, ¿a poco crees en eso? Su semblante se tensó, permaneció en silencio un rato y con toda naturalidad me respondió: —En este mundo no hay nada comparado con el canto de una sirena. No supe qué decir. —Hace mucho tiempo, cuando tu padre aún era un niño, salí a pescar con algunos familiares y amigos. Casi siempre lo hacíamos en los mismos lugares, pero esa noche nos alejamos del lugar al que acostumbrábamos ir. Aún recuerdo aquella noche: la luna apareció a lo alto del cielo; había salido de entre las nubes y se reflejó en el agua; parecía un horrible ojo que nos observaba desde la inmensa oscuridad. De pronto, se comenzó a escuchar a lo lejos su sonido, un canto, como si alguien estuviera entonando una melodía que a la que ni el mejor tenor o cantante se le aproximaba. No sé cómo explicarlo, ¿sabes?, era algo tan hermoso, pero a la vez desconcertante. Me decía que fuera nadar y me invitaba a sumergirme en el mar abierto. No me daba miedo, porque sentí mucha paz. Me acerqué a la orilla del bote y pude ver una luz bioluminiscente. En el agua parecía una figura esbelta, como de mujer. Iba a saltar, pero los demás me detuvieron a mitad de mi trayecto y regresamos rápidamente a la costa, dejando atrás aquello. Sé que era una sirena. Desde entonces, no me dejan volver al mar. Mi abuelo se quebró. Sentí pena por él. Lo habían alejado de su pasión solo por una alucinación. —No te preocupes, abuelo; algún día yo te llevaré al mar. Zarpamos del puerto, bajo un cielo despejado, la brisa agradable y un mar tranquilo. El día se presentaba fantástico para pescar con caña. Cae la tarde y el velero emprende el regreso a puerto a toda velocidad. En cuanto la oscuridad cubre el mar y aparecen las estrellas, la maravillosa tranquilidad del mar se esfuma; ahora la vastedad del océano comienza a parecer aterrorizante, aun cuando se encienden las luces de la cubierta ya que no se ve nada en lo absoluto, ni la separación del horizonte entre el cielo y el mar. Repentinamente, un fuerte golpe en el bote nos toma por sorpresa. El capitán apaga el motor, mientras sus ayudantes intentan descubrir la causa, pero las luces solo alumbran la cubierta del barco, así que no pudieron ver más allá de donde están parados. Alguien ve flotando en el agua un pedazo de madera. Encienden un reflector que, con su potente luz, ilumina la superficie del agua: restos de un bote pesquero por todos lados. Antes de separarme de mi abuelo, intercambiamos una breve mirada; también quiere asomarse, pero le aconsejo que mejor permanezca sentado en la silla plegable y me hace caso. Entonces atisbo por la borda y escudriño las aguas. Toda la tripulación guarda silencio; uno de ellos cree escuchar un grito a lo lejos. En eso, escucho algo parecido a un rugido. —¡La sirena, la sirena ya viene por mí! El abuelo parece haber caído en un trance. El mar se agita con más violencia. Alguien señala hacia un punto en el abismo negro en que flotamos. Distingo varias luces azules, muy brillantes, que van ascendiendo a gran velocidad hacia la embarcación. Cada músculo de la cara se paraliza cuando me doy cuenta de que es un animal de proporciones inmensas. Por instinto, nos alejamos de la borda, menos un marinero que actúa como poseído. Escucho más fuerte ese canto, entre grito y rugido, que produce ese inmenso animal. Alguien grita: —¡Cúbranse los oídos! Obedezco. El marinero que está en la proa salta al agua. En eso, aquella criatura realiza un salto vertical: su imponente masa corporal se eleva fuera del agua tomando al marinero entre sus mandíbulas. Me quedo aturdido un momento, incapaz de comprender lo que acabo de ver. A pesar de la rapidez de lo sucedido, noto que el animal tiene una coloración negra verdosa en la parte de arriba y blanca en la de abajo; tiene una aleta dorsal que recorre la longitud de su espalda, así como dos enormes aletas pectorales que le deben servir para dirigir su inmenso volumen. Calculo que debe medir siete u ocho metros. De pronto, el capitán grita desde la cabina: —¡Hombre al agua! Me acerco a la orilla de la cubierta. Veo con horror al abuelo, flotando en el mar. —¡Una soga! ¡Una soga! ¡Un salvavidas! —grito con desesperación. Sin darnos tiempo, aquel ser abismal engulle a mi abuelo. Incapaz de hacer algo, caigo de rodillas y contemplo cómo aquel monstruoso ser desaparecer en las profundidades del inquieto mar.